miércoles, 22 de noviembre de 2017

HOMBRES DE HÍGADOS
“Hombres de hígados, capaces de componer versos para una mujer amada en las puertas del infierno”. Así caracterizaba el poeta aventurero y hombre de verdades Don Francisco de Quevedo a los valientes y leales soldados de los Tercios de Flandes y otros cuerpos armados que transitaron entre esta vida y la otra en las guerras contra los enemigos de los reyes de España. Da fe de lo anterior el Maestro Pérez-Reverte en su célebre serie del Capitán Alatriste, para reconocimiento y gloria del guerrero español.
En las puertas del infierno; ¿quiénes sobreviven si no los más valientes? Aquellos que son siempre leales a sus principios y valores, fríos, perseverantes, que no revientan ante los abusos del poder, por ejemplo, de un Estado autoritario y glotón que exprime, arrebata, vacía de sentido a la inversión, el  trabajo y el esfuerzo, exigiendo cargas y más cargas a la sociedad civil empobrecida, indefensa, ante un sistema político-administrativo sin dios ni ley, controlado por el ansia de poder y las pasiones: parcialidad, orgullo, venganza y egoísmo, alejados de la justicia, equidad, modestia y piedad, con lo cual justifica el mismo Hobbes la necesidad de un poder visible que mantenga a raya a todos, EL LEVIATÁN, y los sujete por temor al castigo, a la realización de sus pactos y observancia de sus leyes naturales. Es el poder de la espada y el temor, es este poder lo que permite abandonar esa miserable condición de guerra y abuso entre los hombres, afirmaba el temerario Hobbes.
Las enseñanzas y verdades del Renacimiento, la Ilustración y la Modernidad, quedaron para evidencias de los antropólogos pues lo que podría haber sido mejor si hubiésemos respondido a la diosa razón sucumbió ante la ambición, la avaricia y las ansias de poder. La soberanía popular, el buen gobierno o gobierno eficaz, que debe asegurar la paz y el progreso de la comunidad, cuya seguridad depende del nivel de satisfacción que aporta a sus particulares, que su eficacidad aleja el comportamiento hostil de los sujetos miembros de la sociedad y que el interés público se corresponde con el interés del privado, se convirtió en principios de épocas pasadas y añoranzas de ciertos académicos, de poetas, literatos y soñadores, alimento de idealistas y constructivistas, dominados u opacados por el utilitarismo y realismo radical.  
Todas aquellas maravillas del contractualismo (del amigo Locke) que concibe al Estado como ente artificial, producto no de la naturaleza, sino de la voluntad concordante de los individuos, de nosotros, como el fundamento y legitimidad del poder político en el consenso, concebido como el mejor remedio contra el despotismo, es materia del más cruel y detestable cinismo, pues, hoy en día,  el soberano “soy yo”, o la soberana fuerza, o el soberano bozal petrolero, o el pajarito divino portador de revelaciones feudales.
Aquello de que la democracia es indisociable de la de contrato social o pacto entre iguales o del acuerdo de cada uno con todos los demás sobre algunas reglas y fundamentos del poder, quedó totalmente desplazado por el uso legítimo de la fuerza, donde  la ley ya no está por encima de todos los contratantes y se aplica al arbitrio del poder, por sobre los intereses de la comunidad y del ciudadano.
La defensa contra los abusos de poder, la defensa de los derechos de libertad, la garantía de los derechos y control de los poderes, la defensa del estado mínimo contra el estado máximo sinónimo de estado abusivo, déspota y glotón, no conviene a los intereses de los que nunca han conocido lo que representa la inversión el trabajo y el esfuerzo para generar una gota de valor agregado. Son estos a los que se refiere David Hume cuando afirma que los vicios de las personas no responden a sentidos o principios morales transcendentes, sino que se originan en la opinión y conveniencias, en este caso, para corromper, abusar de los recursos públicos, maltratar a los débiles (las coactivas y puñaladas por la espalda), proteger a los rentistas y vividores, haciendo a un lado las opiniones y conveniencias necesarias para el mantenimiento de la vida social en función de la utilidad y cualidades que representan.
Hoy en día, las instituciones olvidan subvaloran y reprimen aquel instinto de sociabilidad que determina la formación del sentido moral o virtudes que promueven el interés individual en relación con un interés colectivo concebido como un interés de todos en el largo plazo, es decir, cuando el interés de uno mismo se proyecta y se alinea  al interés de los demás.
David Hume nos recuerda, precisamente, que el gobierno debe cumplir con las funciones de utilidad pública o interés de la sociedad para ser un gobierno libre y justo para la supervivencia y perfección de la sociedad civil, y por tanto,  se trata antes que todo de evitar la codicia del poder  y los abusos derivados, en una clara defensa de las  libertades y bienestar de todos. Sin embargo, nuestras instituciones pecan de aquello que Nietzsche denomina una  necesidad de efecto, cuando “el que quiere cree, con un alto grado de certeza, que, en cierto modo, la voluntad y la acción son una sola cosa; atribuye el buen resultado, la ejecución de la volición, a la voluntad misma”, y agrega, “Libertad de la voluntad, es la expresión que se usa para designar ese complejo estado placentero del que quiere, el cual manda y a la vez se identifica con el que ejecuta”, en otras palabras, para el institucionalismo autoritario y depredador, la magia del instrumento y su acción derivada ( principios organizacionales, control de gestión, meritocrácia, sistemas de reclutamiento y promoción, capacitación y desarrollo del funcionario público, gestión integral de políticas públicas, etc) es una garantía de respuesta “de las serviciales voluntades o almas subalternas”, es decir, “el efecto soy yo”. 
¿Cuál sería entonces  el dispositivo institucional por el cual se aumenta la probabilidad de que converjan los intereses de gobernantes y gobernados? ¿Bajo qué mecanismo los primeros se verán impulsados a promover las libertades y derechos ciudadanos? Ese mecanismo se llama democracia representativa pura, tal como lo soñó Jon Stuart Mills, como  garantía de la soberanía popular en su forma de expresión más extensa que es el sufragio para las clases numerosas en términos de igualdad: cada cabeza un voto, someter y escoger el gobierno a elecciones periódicas mediante el voto secreto, evitar que los gobernantes, una minoría, opriman a la mayoría y, me permito agregar, de acuerdo con los postulados y reivindicaciones de la democracia moderna radical institucionalizar mecanismos de control con “dientes” para que la sociedad civil controle la gestión de los asuntos públicos.
Mientras tanto, hemos de sobrevivir como “hombres de hígados” del poeta Quevedo, siempre entre la vida y el infierno, porque el que afloja revienta, ya que aquello de la soberanía popular radicada en el ámbito individual, en la figura del ciudadano, capaz de contraponer su fuerza sumada a la de los demás y enfrentar al monopolio despótico del poder se aleja más y más en nuestras sociedades latinoamericanas.  La concepción de la  democracia como una manera de ser de la sociedad, como una forma de vida, donde la soberanía del pueblo es una forma de gobierno, como un dado “de facto”, una condición de igualdad en la que los hombres viven, se encuentra poco, muy poco arraigada en los propios individuos.
La verdadera inclinación republicana define el carácter político de toda sociedad, nos enseña Tocqueville, pues “ella define el carácter nacional”. Y ese carácter se posee siendo soberanos, es decir, “querer y tener la voluntad de ser libres”, hombres de hígados, capaces de defender con valentía principios y valores, aunque sea en las puertas del infierno.
Harry Martín Dorn Holmann

Noviembre 2017

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